domingo, 9 de enero de 2011

“Aquí huele a pobre”


Rocío Torres Nombela/ El comedor social de las Hermanas de la Caridad abre las puertas a Tribuna Solidaria en Navidad. Gracias a ello nos empapamos de una realidad dolorosa, la que viven las personas sin hogar de Madrid, y, por extensión, la de todos los sin techo de nuestro país.
En esta época del año los albergues y comedores sociales aumentan su actividad en un 30%. La causa está en que el espíritu navideño hace que las donaciones se tripliquen en esta época del año. Pero además de aumentar sus existencias, aumentan las llamadas a su puerta, de personas luchando contra las gélidas noches madrileñas.

Lejos de las mesas repletas de dulces y champagne, rodeadas de familiares entonando alegres villancicos, existe un mundo aparte. Un mundo en el que la supervivencia es el fin último de cada día. Y en esto tiene mucho que ver una serie de instituciones, profesionales y voluntarios, que con su labor permiten que este mundo sea cada día un poquito mejor.


Bajando la céntrica calle del Pez, no dejaba de imaginar cómo podría ser un albergue. Llegué. Aquella casa de… todos, sería la que pronto me enseñaría que lo más triste de un pobre no son los números rojos de su cuenta bancaria, sino su situación de exclusión social.

Me esperaba Sor Manuela, la directora; Andrés, el educador social que se encarga de hacer las entrevistas para seleccionar a los indigentes que pasan al comedor;  Adela, una voluntaria con muchos años de experiencia que está en la portería; y Sor Rosario, que junto a otras voluntarias, María y Carmen, se encargan de la limpieza del albergue y de la atención en el comedor.


Me recibió Sor Rosario. Entusiasmada, me hizo pasar al comedor, donde descansaban algunas personas sin hogar. Unos veían la televisión, otros jugaban al dominó y otros simplemente se refugiaban del frío invierno.
La comida llega todos los días hecha, gracias a las donaciones de varios hoteles madrileños, y siendo honestos, la calidad es inmejorable. Comenta Rosario que como primer plato siempre “pedimos algo caliente, porque posiblemente sea la único que coman en todo el día”.

A pesar de las dificultades para llevarse algo a la boca, los indigentes también tienen sus particularidades. Andrea, una habitual del comedor, está harta de repetir a las voluntarias que no quiere en su bandeja pan, porque “engorda mucho”. Eso sí, también los había que me confesaban que éste era el tercer comedor que visitaban ese día, porque “de la comida que ponían en los otros solo me gustaba el segundo el plato”. La regulación para controlar esto es inexistente.

Como me explicaba sor Rosario, en el comedor se cubre una “necesidad urgente: comer. Pero nunca nos podemos quedar ahí, pues nuestra labor va más allá. Por ejemplo también curamos a todos los sin techo que lleguen con algún tipo de problema”. Ese fue el caso de Constantin, un emigrante rumano que llegó a nuestro país “con una mano delante y otra detrás”, y ni siquiera podía comunicarse con su familia para decirles que estaba vivo. En mi visita al albergue, llegó con las manos totalmente quemadas por el frío. Las graves infecciones en sus heridas habían hecho que la piel se le empezara a caer. Su cara, rota por el dolor, era el espejo de un alma que había sufrido lo impensable.

Podría sorprenderles saber que en este albergue de las Hermanas de la Caridad, los “sin techo” duermen en butacas plegables, en lugar de camas. Pero no todos los que desean quedarse a dormir pueden hacerlo, y es que sólo podrán aquellos que el SAMUR recoja por la noche en la calle porque considere que es de extrema urgencia.
Cuando la religiosa me enseñó la habitación donde duermen los mendigos, al abrir la puerta, noté un extraño olor. Mientras intentaba dilucidar a qué olía y de dónde provenía, Sor Rosario me preguntó: “¿Sabes a qué huele aquí?”. La pregunta me impactó, porque esa cuestión justamente rondaba mi cabeza. Respondí que no lo sabía, a lo que Rosario me contestó: “aquí huele a pobre”. 


Para todos aquellos que necesiten un apoyo psicológico, el albergue dispone de educadores sociales que les intentan ayudar a salir de la situación de exclusión social en la que se encuentran. Y digo intentan porque la mayoría recela, y no quieren permanecer más de un día en el recinto; desechando cualquier tipo de ayuda para su reinserción. Para ellos el albergue es como una cárcel y sólo se sienten libres en la calle.
La mayor parte tiene problemas psicológicos, incluso algunos flirtean con las drogas o el alcohol, cuestión que miran con lupa al abrir las puertas a cualquier persona porque pueden ser protagonistas de fuertes discusiones e incluso altercados en el albergue. Pero también los ha habido, me contaban, que se han visto en la calle, porque la vida les ha sido esquiva, “y todo nos ha venido en contra, después de un problema que a cualquiera le puede pasar”.  A Rodolfo perder su puesto de trabajo le llevó a perder su casa y después su mujer, lo que le llevó a la bebida y a que le diera de lado el resto de su familia; así, “de un día para otro prácticamente me vi en la calle sin nada”.



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